Jesús sabe que va a su sacrificio,
hace en su última cena testamento,
un mandato de amor y un sacramento,
pilares de su sólido edificio.
Da ejemplo de humildad y de servicio
a los llamados a su seguimiento
con su íntima renuncia y vencimiento
de su repulsa humana ante el suplicio.
Él es la oblación pura, Nueva Alianza,
su inmolación perdona la condena,
nos destina a herederos de la gloria.
En la cena inaugura la esperanza
de eterna vida, rompe la cadena
con su mística entrega expiatoria.
Llega el momento de la Eucaristía.
Jesús eleva el pan y, bendiciendo,
esto es mi cuerpo, dice, os encomiendo
lo comáis por la fe, en memoria mía.
Toma la copa de la profecía
con el vino y la eleva, bendiciendo,
esta es mi sangre, dice, os encomiendo
la bebáis por la fe, en memoria mía.
Él es el Pan de Vida, el que lo coma
vivirá para siempre, es su promesa,
y estará en este mundo hasta el final.
Derramará su sangre de paloma
mensajera de paz, y habrá en su mesa
vino de redención universal.
El milagro se ofrece cada día
por las manos del lícito oferente,
todo un Dios infinito, omnipotente,
se da entero, cosecha de agonía.
Nos espera en amante cercanía
como agua, vino y pan, limpio torrente,
zumo añejo de amor, viva simiente,
alimentos de célica alegría.
¡Que humildad!, en el fruto consagrado
está Dios, el espíritu inmortal,
clamando por el alma redimida.
Olvida su dolor, nuestro pecado,
nos ofrece su reino celestial
en su Pan y en su Vino de la Vida.